miércoles, 5 de septiembre de 2012

Entre mis pechos pequeñísimos

Comencé a utilizar la medalla que me regalaste hace tres años cuando salí de la segunda carrera que me despierta todos los días con recelo por no haberla escogido por encima de la ciencia. Eximo mi culpa y escribo y escribo y creo montajes fantasmas que no sé si invadirán algún día la piel de un espectador. Traigo la piel mojada. Me miro en el espejo de cuerpo entero a la salida de mi habitación. No traigo nada, sólo una imagen religiosa que cuelga de una cadena, que puedo sacar de mi cuello sin complicaciones. Tiene tres colores y un rostro misericordioso. Me recuerda a ti. Nunca he sido religiosa. Me cuesta trabajo creer en la divinidad, mucho más en el hombre. En general me cuesta trabajo creer. Tengo pocas certezas y abundan siempre las preguntas. La cargo al cuello porque puedo sentirla sobre la piel, entre mis pechos pequeñísimos. Ésa, es una certeza. La rescaté de un viaje de drenaje cuando jalé la cadena mientras me bañaba un domingo en la casa de mis padres. Me sentí aliviada. Los cabellos se me atoraban en su complicado diseño. Por eso no utilizo nada de esas cosas. Me incomodan. Y siempre, de algún modo, terminan perdidas o rotas. Soy extremadamente descuidada. En muchas cosas no debería serlo para no pagar las solitarias consecuencias. Esos actos enseñan, supongo. Otra certeza: enseñan algo que no he aprendido. Hoy, cinco meses después de que te enterramos, he vuelto a colgarme esto al cuello. Antes perdí una de las arracadas que nunca me quitaba porque te gustaba verme con aretes. Me daban luz, decías. Te creí. Sentía que brillaba un poco. Un día ya no la tuve pegada a la oreja. No sé cuando. Lloré por ti. Es la primera vez en tantos días que te escribo. Perdona, antes no pude. Te extraño.